Un Trayecto
septiembre 11, 2010
Llevo una mochila con mi cámara y mi laptop. También una maleta con rueditas. Ambas negras. De la maleta va colgando mi cosmetic case, que es de un tono rosa claro y acero. Pesa bastante.
No tengo prisa, pero mi mente y los relojes hacen que corra.
Mi sobrino, me pregunta hacia dónde voy y cuándo regreso. Mi respuesta es un: No sé.
Se retrasa el autobus y sigo esperando, haciendo fila, parada con unos tacones que miden 10 cm y son de aguja. Los tacones de mis botas (que no guardé para ahorrar espacio, o si quieren saber la verdad porque me gusta cómo se me ven).
El sol es asfixiante. Al fin subo al autobús. Pero no puedo ver por las ventanas.
Enciendo el Ipod y no encuentro ni una sola canción que aligere el viaje, todo es recuerdo; todo es pensar, pesar.
Me lastima demasiado la luz que hay allá afuera. Tampoco puedo dormir.
Estoy perdiendo señal en el teléfono. Me siento incomunicada. El sol no se oculta. Calcina tanto mis ojos como mi piel.
Me mareo. Trato de ver el paisaje. Todo lo que alguna vez fue verde, ahora es café, amarillo. Todo está seco.
Paso por puentes y observo la vegetación, pero ya no está. Son mis recuerdos. Hacía años que no transitaba esa carretera. Y la mueca que mi rostro ofrece es no sé si a causa del sol, o de lo que (no) veo.
¡Tengo señal de nuevo en el teléfono! Pero no hay quien reciba mis mensajes o llamadas.
Empiezo a disparar, sí; empiezo a disparar.
A través del teléfono me tapo el rostro y veo el sol, su ocaso, las nubes, y cómo se esconde. Veo pinos y los cambios de color en toda aquella atmósfera.
No me percato de cuando entro a la ciudad, hasta que el cielo es gris, y una ligera llovizna empapa los vidrios del autobús.
Casi he llegado.
De repente suena el teléfono y veo que tengo un mensaje.
«Estoy aquí esperándote».
Y eso basta para que baje del autobús, con el reloj haciéndome correr aún más.